Mi abuela paterna murió diciéndonos: “¡No me digas ABUELA!, dime Abuelita.” Ella decía que Abuela sonaba a vieja, y ella no era ninguna vieja.
Mi abuela era un personaje. Una mujer que se hacía notar. Una de esas mujeres llena de vida y energía que lograba cambiar las energías de lo que la rodeaba y quienes la rodeaban. Una de esas almas de la fiesta, que aunque estuviera sentada algún comentario hacia para animar la cosa. Mi abuela era un toro humano en fuerza y energía.
Sus sobrinos y sobrinas la llamaban la “tía carajo”. Supongo que era porque, aunque mi abuela era súper educada, en su coloquio familiar nos trataba a todos de “carajo” en “carajo”.
Recuerdo un 31 de Diciembre en Aruba, en un casino, donde entre los abrazos y felicitaciones de feliz año se escuchaban los “¡Ay! Feliz ¡Ay!”. Mi abuela, que no hablaba ingles y mucho menos papiamento, se divertía con una aguja puyando nalga tras nalga de los croupier, familia y otros sin distinción. Todavía estamos esperando a ver qué enfermedades nos trasmitió la fulana aguja.
Mi abuela le encantaba el juego, no era su vicio sino su pasatiempo. Lo bueno de mi abuela es que tenía suerte. Una vez la fui a buscar en un Casino en Aruba, tipo Cenicienta, a golpe de medio noche. La encontré en una mesa de Caribbean Poker, ganando por supuesto. Después de esperar a que terminara de jugar (1 a 2 horas aprox.), se levanto de la mesa a regañadientes, como si su nieto la estuviera apurando. A dos pasos de la salida decidió invertir las últimas dos monedas, 25 centavos de dólar, en una maquina donde supuestamente llevaban dos gringos jugando toda la noche sin ganar nada y se acababan de parar. “Esa debe estar a punto de dar, seguro ganamos” me dijo. Mete una moneda, mete la otra, hala la palanca y … ¡TOMBOLA!. No recuerdo si fue 7 7 7 o BANG BANG BANG, lo que sé es que gano lo suficiente para recobrar todo lo que había perdido, y perdería en el viaje. Nunca fue de grandes aciertos millonarios, pero entre ganadas y pérdidas se mantenía en esa fina línea entre el perdedor y el ganador.
Hoy mi abuela seria bisabuela, me la puedo imaginar orgullosa y repitiendo constantemente frases como: “¿… y ese quien es?…”, “…mi nieto, ¿nooo?”. Eso porque mi abuela en sus últimos días había perdido un poco su memoria reciente. Como se le hubiera hinchado el pecho de orgullo al saber que tiene un bisnieto.
Sus sobrinos y sobrinas la llamaban la “tía carajo”. Supongo que era porque, aunque mi abuela era súper educada, en su coloquio familiar nos trataba a todos de “carajo” en “carajo”.
Recuerdo un 31 de Diciembre en Aruba, en un casino, donde entre los abrazos y felicitaciones de feliz año se escuchaban los “¡Ay! Feliz ¡Ay!”. Mi abuela, que no hablaba ingles y mucho menos papiamento, se divertía con una aguja puyando nalga tras nalga de los croupier, familia y otros sin distinción. Todavía estamos esperando a ver qué enfermedades nos trasmitió la fulana aguja.
Mi abuela le encantaba el juego, no era su vicio sino su pasatiempo. Lo bueno de mi abuela es que tenía suerte. Una vez la fui a buscar en un Casino en Aruba, tipo Cenicienta, a golpe de medio noche. La encontré en una mesa de Caribbean Poker, ganando por supuesto. Después de esperar a que terminara de jugar (1 a 2 horas aprox.), se levanto de la mesa a regañadientes, como si su nieto la estuviera apurando. A dos pasos de la salida decidió invertir las últimas dos monedas, 25 centavos de dólar, en una maquina donde supuestamente llevaban dos gringos jugando toda la noche sin ganar nada y se acababan de parar. “Esa debe estar a punto de dar, seguro ganamos” me dijo. Mete una moneda, mete la otra, hala la palanca y … ¡TOMBOLA!. No recuerdo si fue 7 7 7 o BANG BANG BANG, lo que sé es que gano lo suficiente para recobrar todo lo que había perdido, y perdería en el viaje. Nunca fue de grandes aciertos millonarios, pero entre ganadas y pérdidas se mantenía en esa fina línea entre el perdedor y el ganador.
Hoy mi abuela seria bisabuela, me la puedo imaginar orgullosa y repitiendo constantemente frases como: “¿… y ese quien es?…”, “…mi nieto, ¿nooo?”. Eso porque mi abuela en sus últimos días había perdido un poco su memoria reciente. Como se le hubiera hinchado el pecho de orgullo al saber que tiene un bisnieto.
Una conversación con mi abuela, en estos últimos años, era como jugar “¿quieres que te cuente el cuento del gallo pelón?” con los recuerdos del pasado. Cuando ya pensabas que estabas cerrando un punto, volvía a arrancar de cero la conversación como si nunca hubiera ocurrido.
Mi abuela llamaba a mi novia (ahora mi esposa) al trabajo para pedirle que le comprara los tintes para el cabello. Lo importante es que mi abuela y mi novia se habían visto, para ese entonces en una o tal vez dos ocasiones. Una trabajaba en Caracas y la otra vivía en Valencia.
Por divertirse o porque nunca se aprendía los nombres, mi abuela le ponía sobrenombres a casi todo el mundo. Clementina se convirtió en Catalina e Isabela en Marbella. De los que no se sabía los nombres se los inventaba. Con los años el problema se agravo, para llamarme a mi primero llamaba (por sobrenombre) a mi primo, luego a mi papa, luego a mi abuelo hasta que desesperada exclamaba “ ¡Es contigo carajo!… ¿Cómo es que te llamas tu?”
Mi abuela conservaba una foto, de esas en color sepia, del año del cutuplum. Una de esas fotos en las cuales sale toda una promoción. Esta foto era de ella y sus compañeras o amigas, eran como veinte o treinta. Lo curioso de la foto es que sobre algunas de las cabezas de las amigas, mi abuela había colocado y seguiría colocando cruces. “Esas son las que ya se fueron… cada vez somos menos las que quedamos hijo” me dijo. Esa foto, sobre su peinadora, era un reloj del tiempo que sin hacer tic-tac pesaba sobre la mente de mi pobre abuela.
Mi abuela, era del tipo de abuelas que entraba a los bancos y se comía las colas. Mi abuela voto por Chavez solo por llevarle la contraria a la familia. Mi abuela se escondía el dinero envuelto en un pañuelo en el sostén izquierdo. Mi abuela llamaba a los senos “las margaritas”, y le decía a sus sobrinas y nietas que andaban escotadas: “…tapate esas margaritas mija, te vas a refriar…”. Mi abuela nunca tenía hambre, pero siempre se comía todo. Mi abuela era sorda a conveniencia. Mi abuela nunca salía de su cuarto sin pintarse los labios y ponerse colorete. Mi abuela era de salidas inesperadas y una mente veloz a la que no se le escapaba nada. Mi abuela era una conversadora, picara y tenía la chispa de la viveza venezolana.
Mi abuela llamaba a mi novia (ahora mi esposa) al trabajo para pedirle que le comprara los tintes para el cabello. Lo importante es que mi abuela y mi novia se habían visto, para ese entonces en una o tal vez dos ocasiones. Una trabajaba en Caracas y la otra vivía en Valencia.
Por divertirse o porque nunca se aprendía los nombres, mi abuela le ponía sobrenombres a casi todo el mundo. Clementina se convirtió en Catalina e Isabela en Marbella. De los que no se sabía los nombres se los inventaba. Con los años el problema se agravo, para llamarme a mi primero llamaba (por sobrenombre) a mi primo, luego a mi papa, luego a mi abuelo hasta que desesperada exclamaba “ ¡Es contigo carajo!… ¿Cómo es que te llamas tu?”
Mi abuela conservaba una foto, de esas en color sepia, del año del cutuplum. Una de esas fotos en las cuales sale toda una promoción. Esta foto era de ella y sus compañeras o amigas, eran como veinte o treinta. Lo curioso de la foto es que sobre algunas de las cabezas de las amigas, mi abuela había colocado y seguiría colocando cruces. “Esas son las que ya se fueron… cada vez somos menos las que quedamos hijo” me dijo. Esa foto, sobre su peinadora, era un reloj del tiempo que sin hacer tic-tac pesaba sobre la mente de mi pobre abuela.
Mi abuela, era del tipo de abuelas que entraba a los bancos y se comía las colas. Mi abuela voto por Chavez solo por llevarle la contraria a la familia. Mi abuela se escondía el dinero envuelto en un pañuelo en el sostén izquierdo. Mi abuela llamaba a los senos “las margaritas”, y le decía a sus sobrinas y nietas que andaban escotadas: “…tapate esas margaritas mija, te vas a refriar…”. Mi abuela nunca tenía hambre, pero siempre se comía todo. Mi abuela era sorda a conveniencia. Mi abuela nunca salía de su cuarto sin pintarse los labios y ponerse colorete. Mi abuela era de salidas inesperadas y una mente veloz a la que no se le escapaba nada. Mi abuela era una conversadora, picara y tenía la chispa de la viveza venezolana.
Pero ella realmente no era mi abuela, ella era mi abuelita… una mujer que nunca dejo de ser niña y a quien extraño profundamente.
P.S.: Hace poco leí un post de de Manuela Zárate, en Ayúdame Freud, llamado ¡No soy una Señora!. Este post me hizo recordar esa frase tan constante de la madre de mi padre sobre como debíamos referirnos a ella: “ ¡No me digas ABUELA!, dime Abuelita.”
P.S.: Hace poco leí un post de de Manuela Zárate, en Ayúdame Freud, llamado ¡No soy una Señora!. Este post me hizo recordar esa frase tan constante de la madre de mi padre sobre como debíamos referirnos a ella: “ ¡No me digas ABUELA!, dime Abuelita.”